El mejor Poema jamás escrito

- Hummm - dijo Rupert Gardin.
Ésta fue la única y poco elocuente frase que pronunció durante la media hora que yo había pasado entrevistándole. Pero es que la pregunta que yo le había hecho era un verdadero hueso.
Recuerdo cómo inclinó su inmensa y hermosa cabeza como para dar mayor profundidad a lo que iba a contestar. Sin embargo, cuando habló, su voz fue un mero eco de parte de la pregunta.
- ¿El mejor poema jamás escrito?
Estreché el campo de acción para darle facilidades.
- El mejor poema originalmente escrito en inglés - contesté -. Eliminemos otras lenguas e incluso traducciones.
Asintió con gravedad. Volvió a pensar y cerró sus párpados.
Puedo recordar el gran temor que sentía sólo mirándole. Por aquel entonces yo sólo era un novato, y Rupert Gardin, decano de los críticos literarios americanos, era mi primera entrevista realmente importante. Nos hallábamos sentados en la habitación de su hotel, los dos solos, en un caluroso día de verano. Frente a él, sobre la mesa, había el jarro lleno de té helado y cada uno de nosotros sostenía un vaso. Me acuerdo del frío y suave tacto del mío.
- El mayor poema... - murmuré.
En aquel momento recordé algo que me había pasado por alto. Que él mismo había publicado poesía.
- Aparte de su propia obra, mister Gardin - añadí rápidamente.
Movió su mano con impaciencia.
- ¿Mi obra? Lo que yo he escrito, joven, fue agua sobre arena barrida por el viento. Tan efímero como los mensajes de humo de nuestros aborígenes.
Suspiró profundamente.
- Será el poema de Carl Mamey - dijo.
Ahora me tocaba a mí pensar, lo que no logré con éxito.
- Temo no conocerlo - sólo pude decir.
- Dudaba de que usted pudiera conocer su nombre; sin embargo, se pronunciaba mucho por los años veinte. Era un hombre muy inteligente. Su padre había amasado una gran fortuna y murió mientras Mamey vivía su adolescencia, dejándole una herencia de varios millones. Era el único heredero, sólo un niño puesto que su madre había muerto cuando él era un bebe. Estudió en Harvard, luego en Oxford, y creo que en Balliol. Era ya capaz de escribir poesía, sensible y agradable, aunque aún no llegaba a la madurez que luego conseguiría. ¿Más té?
Asentí, alargando mi vaso. Gardin continuó hablando mientras me lo llenaba.
- A los veintitrés años, Carl Mamey lo tenía todo: juventud, talento, una educación esmerada, salud, era fuerte como un toro, dinero, amor, y todo lo que pueda imaginarse. Amaba la vida y la aventura. Tenía el amor de una mujer, y también estaba loco por ella. Se trataba de la hija de un par inglés; la había conocido durante su estancia en Oxford. Se había prometido y tenían planeado casarse al año siguiente, cuando ella cumpliese los veintiuno. Oh, Mamey se daba cuenta de que el padre de la chica, el conde, sólo deseaba una fortuna americana, pero la joven estaba verdaderamente enamorada de él y eso era lo que tenía importancia. Estaba locamente enamorado de ella, y si se hubieran casado habría podido malgastar un millón con el padre sin apenas notarlo.
- Entonces, ¿no llegaron a casarse?
- No. Aún faltaba casi un año para que ella cumpliese los veintiuno, y ellos se habían prometido formalmente aguardar hasta aquel momento. Él tuvo que regresar a América, en parte, supongo, porque cuando se encontraba cerca de ella no tenía confianza en sus propias fuerzas y porque era joven y alocado; no quería tocarla hasta haberla llevado al altar.
- ¿Era eso una locura? - quise saber.
- Sí. Una gran locura. Tenían un año por delante, y él buscó solaz en otro amor. El amor a la aventura. Se compró un hermoso snipe en Boston e inició la travesía alrededor del Horn.
- ¿El Horn?
- El cabo Horn, el extremo de Sudamérica. Su meta era San Francisco, dando un rodeo, pero nunca llegó allí. Naufragó en una pequeña isla de Chile, una semana después de haber rodeado el Horn. Se trataba de una isla deshabitada no mayor que una manzana de casas, y permaneció allí durante nueve anos.
- ¿Nueve años? - exclamé -. ¿Y no enloqueció?
- No. Sólo hacia el final; ahora está confinado en una casa de reposo, si es que aún vive...
Mi imaginación se desató mientras él hablaba. Primero, naturalmente, el naufragio en una noche tormentosa. Perseguida por aquella tormenta en la más absoluta oscuridad, la pequeña embarcación de Carl Mamey enfiló la rocosa costa sur de la pequeña isla que él desconocía, destrozándose el fondo del casco. El impacto le arrojo fuera de la cabina hacia las rugientes aguas; se trataba de una playa arenosa con afiladas rocas que sobresalían de la arena y en una de las cuales había quedado encallada la pequeña embarcación.
Luchando con la noche y la tormenta, dándose cuenta de que su bote probablemente quedaría destrozado antes de que el temporal se calmase, intentó salvar cuanto pudo: provisiones, agua (descubriendo luego que no tenía importancia, pues existía un manantial en la isla), su aparato de radio, el diario de navegación y otros papeles, transportándolos a un lugar más elevado. Luego ya no pudo hacer más que sentarse frente a todo ello, temblando en la oscuridad de la tormenta hasta el amanecer.
A la mañana siguiente su bote habla desaparecido. Y pudo darse cuenta del lugar donde se hallaba. Supo que se encontraba sobre una pequeña isla. Después de un somero reconocimiento dedujo que se hallaba al menos a un centenar de millas, probablemente a dos, de la costa chilena.
Y no estaba situado en la travesía habitual de ningún vapor; al principio, no estaba seguro de ello, pero tuvo la certeza a medida que los meses iban transcurriendo y a medida que lo hacían los años. Y cuando llegó un vapor ya era demasiado tarde. Nueve años en una isla estéril del tamaño de un sello de correos, y solo, es demasiado tiempo.
Pero sobrevivió.
¡Oh, al principio no fue difícil sobrevivir! Tenía las provisiones que consiguió salvar del naufragio, suficientes para alimentarse aproximadamente durante un mes. La mayor incomodidad, durante los primeros tiempos, fue la del refugio. No existían árboles en la isla, por lo que no pudo construirse ninguna cabaña. Lo intentó con malezas, aunque sin suerte. Al fin excavó una estrecha cueva en el montículo, no se le podía llamar colina, situado en el centro de la isla. No resguardaba demasiado, pero de algo le servía.
Cuando los víveres se acabaron, la alimentación consistió en pescado las veces que conseguía atrapar alguno. Pescado para desayuno, almuerzo y cena. ¿Puede un hombre vivir nueve años sólo a base de pescado? Carl Mamey lo hizo. Cuando atrapaba uno, comía pescado; cuando no lo hacía se quedaba hambriento. Durante los primeros seis o siete años, los cocía antes de comerlos; los últimos dos o tres años se limitaba a comerlos.
Durante un tiempo no le fue demasiado mal. En los primeros meses tenía cosas que le ocupaban, y tenía esperanzas. Mantenía encendido el fuego durante la noche, en la cima del montículo, como señal para los barcos. Pero luego se dio cuenta de que en la isla no había suficiente maleza para seguir alimentando la hoguera, y tuvo que desistir. Además, tampoco había barcos. No vio ni uno durante los nueve años. Cualquier buque que rodease el Horn pasaba alejado de la isla.
Había tormentas y lluvias muy frecuentes. Calores intensos durante las horas de sol, y luego heladas. No tenía nada que se pareciese al confort.
Pero tenía... el poema. Era dueño de un cerebro sutil así como de una educación maravillosa. Cuando había pasado ya algunos meses en la isla, los suficientes para darse cuenta de que podría transcurrir mucho tiempo hasta que fuera rescatado, se le ocurrió que debía hacer algo que le salvase de enloquecer, o por lo menos de atrofiarse, embotarse y embrutecerse.
Tenía en su poder el material necesario para escribir, procedente del bote, y empezó a componer un poema. Nada de poemas, decidió, sino tan sólo un gran poema, uno solo que ensalzara... sí, el amor a la vida que tan fuertemente sentía, que aún sentía con más fuerza en su aislamiento temporal y bajo las privaciones actuales. Debía ser algo que siguiese las líneas trazadas por el Rubayat, aunque sin la amable melancolía y la indefinida amargura de esta sensual obra maestra. Debía poseer rima y métrica en sus cuartetos.
Debe usted recordar y tener muy en cuenta que él disponía de tiempo. Incluso los pequeños acontecimientos, generalmente la pesca, que ocupaban su cuerpo no conseguían llenar su mente. Poseía la inteligencia, la habilidad, la educación, la sensibilidad, y todo lo que un poeta necesita para componer un gran poema, y además tenía tiempo, todo el tiempo que quisiese. Podía ocupar en ello un día, una semana, un mes si lo creía necesario, puliendo una simple cuarteta. Podía buscar la palabra apropiada, y luego otra mejor y más tarde la perfecta... aquella que combinaba la perfección del sonido con la perfección de la imagen.
Trabajó en ese poema durante casi nueve años, y lo acabó.
Pero entretanto, y para que usted pueda comprender el desarrollo y evolución de esa poesía, debe conocer otros varios acontecimientos que tuvieron lugar.
Tenía en su poder la radio, un aparato receptor únicamente; el bote era demasiado pequeño para disponer de uno que fuese transmisor-receptor a la vez en aquellos años veinte. Y continuó funcionando después de instalarlo arriba, en la cueva. Poseía amplios conocimientos de química y era capaz de reconocer aquellos minerales que, le mantendrían cargadas las baterías después de una transformación sencilla.
Naturalmente, no era capaz de reparar una lámpara rota o desgastada, por lo que limitó el uso de la radio a períodos de sólo media hora de las veinticuatro que tiene el día. Y por lo tanto, únicamente la empleaba por la noche, cuando la recepción era clara.
No podía malgastar la preciosa vida de aquellas lámparas para su entretenimiento; las empleaba solamente para estar al corriente de las novedades que ocurrían en todo el mundo. Supo de su propia desaparición en el mar y de la breve búsqueda de que fue objeto, con aviones volando a lo largo de la costa del cabo Horn y desviándose ligeramente a ambos lados del mismo, a centenares de millas del lugar donde realmente se encontraba.
Un año y medio más tarde se enteró de que su prometida se había casado con un conocido diplomático de carrera americano. Por lo menos, se consoló, había sido fiel a América.
Las noticias le habían llevado a un estado de ligero desánimo; había desechado la mayoría de la veintena de cuartetas que llevaba escritas de su poema y, salvando una línea aquí y allá, había vuelto a escribirlas todas de nuevo. Se notaba un leve deje de cinismo en todas ellas.
Y el deje se convirtió en algo más con el tiempo; se convirtió en causticidad en 1929, al enterarse del desastre de la Bolsa. Supo que ya no sería nunca más rico... si es que alguna vez conseguía volver. Cuando escuchó que el hombre que se había hecho cargo de las propiedades de los Mamey durante su ausencia se contaba entre los que habiendo quebrado se habían lanzado por la ventana de algún rascacielos, se dio cuenta de que ya nunca más volvería a ser solvente. Literalmente, se encontraba sin un penique.
Eso sucedió cuando ya llevaba allí tres años. El porvenir de pobreza no le impresionó, sin embargo, tanto como la pérdida de su novia. A pesar de que era una noticia desastrosa, sabía que se encontraba equipado con el bagaje suficiente para ganarse la vida, incluso bajo la gran depresión en el mercado de la que, tanto hablaba la radio, y sabía también que aun siendo un jornalero sin un centavo en el bolsillo también podría hallar alguna mujer a quien amar y que le amase. No todo estaba perdido.
Se las arregló para conseguir que esa nota de esperanza brillase a través de sus poemas, entre la amargura que había llegado a ser el motivo dominante. Después de aquellos tres años, ya no era el mismo poema que había comenzado, pero sin embargo continuaba siendo un gran poema, quizás incluso mayor puesto que entonces era verdadero, de una reflexión realista. La forma había sido cambiada a verso libre; la artificialidad de la rima y la métrica le hacía perder todo su sabor. Se concentró en el ritmo, trabajándolo, puliéndolo, perfeccionándolo... mientras los días y las noches caían sobre él como las gotas en el tormento del agua.
Había perdido toda esperanza, al cabo de cuatro años, de ser rescatado. Si en cuatro años ningún barco había seguido aquella ruta, probablemente tampoco la tomaría en cuarenta.
Finalmente, su aparato de radio murió de muerte natural, y así perdió todo contacto con el mundo exterior.
A pesar de ello, continuaba trabajando en su poema, el gran poema. No ya porque pensase en conseguir la fama y el éxito gracias a él. Habla llegado a ser, en sí mismo, una meta; algo que le permitía continuar viviendo y que daba significado al frío, al hombre y a la soledad, y que los expresaba.
Su salud y vigor disminuían. Nadie podría reconocerlo ya como aquél que tan a menudo habla aparecido cinco años atrás en las fotografías de los diarios. Había adelgazado y padecía terriblemente a causa del escorbuto, resultado de su dieta única a base de pescado (y además no demasiado abundante). Intentó comer hojas de las malezas de la isla y algas, pero todo lo que probó le intoxicaba. Sufría agudamente debido a la disentería que le atenazaba casi constantemente. Después de cinco años en la isla tenía ya veintiocho y parecía frisar en los cincuenta.
Pero sobrevivió.
El poema, la gran obra que estaba creando, aunque sólo para sí, le permitió continuar con vida. Había decidido escribir en forma más corta, de una longitud estrictamente limitada, e intentaba envolver en ella todo lo que sentía. Concentración. Un escueto pareado. Sí, durante un tiempo volvió a la rima y a la métrica. Un poema - ya casi lo había terminado a su entera satisfacción - de cuarenta y ocho líneas, veinticuatro pareados crueles con los que había intentado exprimir hasta la última gota de veneno de un mundo emponzoñado.
Habían pasado ya seis años. Por entonces, quizá empezaba ya a rondar sobre él el espectro de la locura, excepto cuando se trataba del poema; en eso continuó en su juicio hasta el fin.
Continuó trabajando en él, mejorándolo más que aumentándolo. Tenía que vigilar ya el papel que gastaba, por lo que continuó escribiendo sobre la arena mediante un bastón, hasta quedar satisfecho temporalmente, y entonces, y sólo entonces, transfería la palabra escrita a alguna de sus pocas hojas de papel. Cuando se dedicaba a revisar, siempre destruía lo que antes había compuesto; no deseaba que los fantasmas de las primeras versiones le obsesionasen; sólo deseaba la perfección de lo mejor conseguido hasta la fecha.
Habían transcurrido ya siete u ocho años - casi había perdido la cuenta del tiempo en aquel entonces - cuando descubrió que ya no deseaba la llegada de ningún barco. Ya nunca desearía volver para encararse con las personas que había conocido. En parte, como usted comprenderá, a causa de las enfermedades tropicales. Tenía entonces treinta o treinta y un años, y ya era un viejo, un viejo arrugado, un viejo deforme. Había perdido los dientes, su pelado cráneo era como cerámica puesta al sol, y su cuerpo era casi un esqueleto, un esqueleto humano pues toda su ropa hacía tiempo ya que había quedado inservible. Su piel parecía cuero podrido. Pesaba cerca de los cuarenta kilos a pesar de ser un hombre alto.
Había perdido el cabello, la dentadura y otras cosas, pero su mente continuaba lúcida. Resistió más que su vigor físico, que su amor a la vida y que sus esperanzas. Estaba concentrada en el poema y eso lo libró de perecer.
Destilación. A eso llegó entonces. Recordaba y podaba hasta combinar dos pareados en uno; y luego, para concentrar la esencia de todo en una sola cuarteta, una cuarteta maestra que sería la llave de toda expresión. Desfalleciendo lentamente de hambre, muriéndose, volviéndose loco, sobrevivió intentando plasmarla en centenares de formas, ninguna de ellas lo suficientemente perfecta.
Quizás un pareado. Lo intentó, trabajó en ello y destruyó las cuartetas cuando ya casi tenía lo que deseaba. Destilación, siempre, hasta el fondo mismo de la esencia.
Sí, el buque llegó al fin, pero antes había finalizado él su poema. Había descartado al fin el pareado - me dijo Rupert Gardin mientras volvía á llenar mi vaso con té helado - sólo poco antes de que el buque llegase y lo rescataran.
Lo había destilado al fin hasta la última gota, la mismísima esencia, la simple sílaba. ¡Lo tenía! Al fin perfecto, la expresión de todo lo que le habla ocurrido. Lo gritó a los marineros del bote con voz alta y cascada cuando éstos se acercaban a la playa. A menudo lo recitó desde entonces, pero jamás una sola palabra de más. Únicamente el gran poema que él y nueve horribles años habían conseguido componer.
Y Rupert Gardin, el decano de los críticos americanos, reclinado cerca de mí en su habitación del hotel, me recitó el poema, el poema sin titulo, una única palabra de seis letras imposible de imprimir.

Aún recuerdo, después de estos años, el temblor que me invadió al volver a la oficina, mientras escribía aquella historia y la entregaba. Aún me veo esperando que fuera impresa, teniendo la seguridad de que con ella alcanzaría mi primer artículo con recuadro y, aún recuerdo el disgusto y la indignación que sentí cuando al día siguiente comprobé que mi artículo había sido impreso en la octava página y sin titulares. No se mencionaba a Carl Mamey.
Me encaminé a la oficina del director, me planté furiosamente a su escritorio, y cuando levantó la mirada le declaré que dimitía.
Sonrió ligeramente.
- Sal a tomarte una cerveza y cuando regreses quizá vuelva a emplearte. Mientras estés allí procura descubrir cómo supo Rupert Gardin todo lo que ocurrió en la isla, teniendo en cuenta que Mamey jamás volvió a hablar a no ser para recitar su poema. Gardin estuvo tomándote el pelo, muchacho.
Dije todo lo que tenía que decir sin apenas abrir la boca, mientras al jefe se le escapaba una risa ahogada.
- Vete al infierno y tómate esa cerveza de una vez - dijo él, y yo obedecí.
Después de la cerveza, mientras desaparecía el rubor de mi rostro, me repetí a mí mismo, en voz baja, el poema de Carl Mamey, y de pronto se me escapó una carcajada que hizo volverse al encargado del bar mirándome extrañado. Creo que con aquella carcajada me despedí de mi condición de novato convirtiéndome en periodista, ya que nunca más he vuelto a creer en nada... excepto en el valor fundamental del poema de Carl Mamey.

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